LOS GALGOS DEL LADO OESTE.
Por Carol, voluntario de la perrera municipal de Badalona

He vuelto a pasear por el bosque del lado oeste. Cuando estoy lejos de la ciudad, de vez en cuando sueño con ese bosque y con Senda. A veces sueño cosas buenas, sueño que no vuelvo a ver a Senda dentro del bosque y no verla siempre es una buena señal. Otras, tengo pesadillas horribles, sueño que, pese a mis denuncias, el galguero del pueblo sigue ahorcando galgos, y no sólo eso, sino que además detrás de su casa hay un pozo enorme donde los tira y donde ni siquiera Senda puede ir a rescatar sus pobres almas.

Los galgos como Senda siguen considerándose un material, un material que es fungible, porque no es capaz de aguantar carreras en el campo con una musculación deficiente por la alimentación a base de pan y agua y se le rompen las patas, porque pelean por este mismo mísero alimento las decenas que viven esclavizados en un sótano, porque contraen enfermedades en el útero pariendo en sótanos húmedos y sucios, porque tienen que resistir el frío y el hambre del que jamás les cobijan con una manta, sólo su piel les acaricia, y porque a veces en lugar de las caricias que buscan durante el frío invernal, reciben las palizas del galguero, con no sé yo que fin, tal vez divertirse, tal vez pagar la miseria de su propia vida, pero seguramente bueno no es. Entonces, ese material estropeado se tira, destroza de un martillazo en la cabeza, ahorca o abandona en el bosque donde los cepos les destrozan las patas o mueren de hambre o alguna otra enfermedad, y aún y así, tras esa vida horrible, estoy seguro de que en silencio, desde su horca, viendo resbalar la última gota de sangre de su cabeza partida, a quien llaman para pedir ayuda no es a la libertad, sino a su amo.

Son unos esclavos tan deliciosos, tan humildes... el problema es que no todo el mundo puede llevar el calificativo de ser humano ya que éste debería ser más acto que especie.

Todo avanza muy lentamente en el pueblo respecto a la concepción del galgo. Se recurre con frecuencia a una falsa doble moral. Es un pueblo, y en los pueblos hasta hace bien poco e incluso aún ahora, la gente mataba a sus animales para alimentarse observándolos como lo que eran, material de supervivencia, además era importante el beneficio bruto y total y la poca inversión en alimento, porque realmente eran muy pobres y no podían permitirse el lujo ni la justicia para los pobres animales, de un veterinario. Quizás estos fueron los inicios de la crueldad con los animales, éstos que ahora no tienen ningún sentido ya que España está más avanzada y económicamente los pueblos y su gente están bien sustentados...Tal vez toda esta tradicionalidad esté tan enraizada, que el ciudadano, y la gente del pueblo no pueda abrir aún su mente hacia el respeto a unos seres tan vulnerables ante ellos como los animales.

Pues en el pueblo, tal y como iba diciendo, todo esto avanza lentamente, no tengo demasiada gente con la que hablar, porque casi nadie está de acuerdo conmigo. Mi padre se ha peleado con su vecino el galguero por mi culpa, porque yo le denuncié y le cayó una multa (insignificante acción, a mi parecer para la crueldad que está cometiendo)... Mi madre, aunque no lo diga, se avergüenza de mí ..., porque le he robado un trabajo y una afición a su vecino. Como ellos, piensan la mayoría del pueblo, porque más de la mitad son cazadores y compraban los perros al galguero, incluso el alcalde compraba los más veloces para competir en Barcelona, las únicas pistas que quedan abiertas para este ejercicio. Pero ni siquiera el alcalde quiso defender al galguero ante la investigación policial, consciente, en el fondo de sus adentros, de que ese ejercicio no tenía nada de moral ni legal.

A los 11 años, me encontré yo a Senda tirada en la cuneta de la carretera de las afueras del pueblo. Me acerqué con mucho cuidado por miedo a que me ladrara, mordiera o por precaución de estar a punto de contemplar la macabra visión de un perro muerto. Al acercarme, abrió los ojos, alzó su cabeza y movió su nariz lentamente. Quiso ponerse de pie, pero se cayó derrumbada, levantando una nube de polvo. Le toqué la cabeza, cuando mi palma tocó su piel se estremeció y gritó. Me asusté y comprobé si tenía alguna herida y si le había hecho daño, pero nada parecía atormentar aquella piel llena de polvo. La incité a volverse a levantar invitándola a que jugara conmigo. Cuando miré sus patas me sorprendí y me volcó el corazón al comprobar que lo que le sucedía a la perrita es que tenía una pata colgando, las tiras de piel le bailaban y la sangre estaba ya seca y gelatinosa en el suelo como si hubieran tirado un pequeño vaso de pintura y se hubiera cuajado, y un hueso amarillo y puntiagudo salía ferozmente, anunciando su dolor y angustia.

Volví corriendo a casa y no pude convencer a nadie para que me socorriera, así que rompí mi hucha y saqué todo el dinero que tenía ahorrado desde hacía dos años, llamé a un buen amigo, y entre los dos, montamos a la perra en una carretilla, la mojamos un poco con agua y caminamos 2 km. hasta llegar al veterinario de un pueblo mayor. Les contamos la historia y se conmovieron. La veterinaria nos advirtió que la pata de la galga no se podía operar ni curar y que habría que amputársela, pero nos aseguró que podría apañárselas muy bien con tres. Mi amigo y yo fuimos cada día a visitarla, la tuvieron que operar y esterilizar por una infección de útero que sufría tras haber parido una camada de cachorros tras otra y le sacaron varios perdigones de la espalda y los muslos.

La llegada a casa de Senda fue apoteósica...

Mi padre se sintió indignado porque su hijo se hubiera gastado un dineral en la perra rebelde e inservible del vecino, me arreó más de un tortazo que aguanté con secreta y escondida rabia y le escupí glorioso por mi victoria definitiva en la cara, que aquella perra tampoco servía para parir ya que estaba esterilizada, y aquello fue lo que realmente hizo desistir al galguero.

Con los años me acostumbré a las escapadas de Senda, que jamás abandonó y también poco a poco el pueblo se acostumbró a su presencia, parece ser que su invalidez y simpatía hizo que se ganara a grandes y a pequeños.
Cuando cumplí 20 años, encontré trabajo en la ciudad y decidí llevarme a Senda conmigo. Cuando la recogí, tenía ocho años, ya estaba mayor, y supe que poco tiempo me haría compañía en la ciudad... Le dieron 3 meses como máximo de un cáncer que se estaba extendiendo ya por todos sus órganos y que ella disimulaba con normalidad.

Intenté disfrutar de cada tarde de paseo en la que los niños de la ciudad querían tocarla y los mayores saber de su historia conmovedora, nadie quedaba impasible ante el coraje de Senda y nadie ignoraba su porte y belleza.
Tras años de viajes hermosos a otras ciudades, de crecer y madurar me sentí preparado para visitar de nuevo a mis padres. Cogí una semana en pleno agosto y como siempre decidí llevarme a Senda conmigo al pueblo, para visitar mis padres, aún con la mala relación que tenía con ellos. El pueblo estaba solitario, gris, polvoriento. La juventud se había ido a la ciudad como yo, y los mayores se habían quedado dentro, con su vida quejumbrosa y sus quehaceres.

Mis padres me recibieron melancólicos ante mi ausencia de tantos años, pero ciertamente emocionados, incluso emocionados de ver a Senda... Aquella noche dormí con Senda en la habitación, tal y como lo hacía en la ciudad, convencido de que cuando me despertase Senda ya habría salido al bosque del lado oeste del pueblo, pero no fue así, aquella noche durmió a mi lado, cansada. Me pareció más vieja que nunca en la penumbra de la habitación.

Senda no se separó de mí ni un instante del nuevo día, y tras acabar de comer, en lugar de dormir hasta el anochecer, como solía hacer, me incitó a jugar con ella, y una vez seguí sus juegos comenzó a correr pueblo através.

Senda siguió corriendo hasta las afueras del pueblo, rodeando la carretera del lado oeste, donde nacía un bosque viejo de álamos y algunos pinos. Una vez allí me esperó pacientemente. Yo me empeñé en volver, pero ella esperaba en el mismo lugar, y una vez me convenció de que me quedara, caminó lentamente hacia el interior del bosque. Yo le acompañé tembloroso y sudado y me cobijé bajo la sombra que proyectaban los árboles. Ella me miraba y yo la miraba a ella, si hubiera podido hablar seguramente me habría dicho: "ven, quiero contarte un secreto", y así fue.

Paró en el corazón del bosque, al lado de una pila de troncos amontonados. Se sentó y me miró intentando quizás adivinar mis pensamientos. Me llevé las manos a la cara asombrado. Decenas de galgos estaban colgados con cuerdas como si fueran banderas. Sus bocas estaban diabólicamente abiertas y sus colmillos asomaban, también alguna lengua que otra. Su piel casi era transparente y sus ojos estaban hundidos. Las patas delanteras eran las delatoras de su sufrimiento y agonía pues tenían las almohadillas abiertas y desgarradas de intentar encaramarse al árbol, y en la corteza de éste habían restos de sangre reseca. La podredumbre sazonaba aquel espectáculo y la penumbra le daba un aire de vergüenza, de amoralidad y de ilegalidad.

Aquellos cuerpos no habían tenido más visitas que la mía y seguramente las de Senda en cada amanecer hasta que me la llevé a la ciudad. Sólo ella y el galguero conocían aquel lugar, sólo ella tranquilizaba a sus compañeros, a los que seguramente vio morir ahorcados uno a uno entre estos árboles. Estoy seguro de que eso era lo que me quiso decir. Pero entre todos los cuerpos balanceados por el baile mortuorio del viento vi aparecer algunos perros, con los ojos verdosos y luminosos por el reflejo de la poca luz que se colaba desde donde estábamos Senda y yo. Aparecieron desde la parte más frondosa del bosque, zarandeando los arbustos con sonido chispeante y se enunciaron en completo silencio, sin un ladrido.

Entonces vi como Senda salía disparada hacia ellos sin mirar atrás y yo me asusté, porque al intentar llamarla no pude pronunciar una palabra y porque al intentar dar un paso vi que Senda seguía allí, tumbada a mis pies. Acababa de morir y su carrera con aquellas pobres almas no era más que el retorno a la libertad embriagadora de la muerte, ella era la guía, la garantía de felicidad de todos aquellos que no lo habían podido ser. Recogí el cuerpo de mi amiga, templado, aún musculado y la cavé un hoyo en ese mismo lugar donde se dejó morir.

Tal y como habría querido ella, denuncié al galguero, tuvo que enfrentarse a una buena multa, y di a conocer a todo el mundo la historia de estos animales en un libro que una vez fue publicado, le permitió a mis padres comprender la miseria del universo en el que estaban inmersos y del que eran cómplices

Pero no puedo descansar, porque sé que el galguero del pueblo sigue haciendo parir a sus perras, alimentándolas con miseria, ahorcando algunas y dejando a otras a su suerte y nadie, ni siquiera mi familia que tan de cerca vivió con Senda, que leyó el libro, que se enfrentaron al hombre violento que era el galguero, se muestran en contra de ello, por lo que intentaré seguir difundiendo la miseria de esos perros, que no son más que un pequeño reflejo de lo que ocurre en más pueblos de España.

Seguiré paseando por ese bosque para volver a encontrarme con Senda, rodeada de una manada cada vez más extensa que me muestra con ojos dulces, son los fantasmas de la injusticia prolongada, son la manifestación silenciosa de la muerte, por ellos van todos mis proyectos, por los galgos del lado oeste.

Enviado por Consuelo García Fernández drag25@hotmail.com

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